CUARTELMACHAY
(Tradición)
En tiempos que Huacrachuco aún no tenía carretera, uno de los pocos medios de comunicación con otras ciudades del país era el correo. Las correspondencias eran conducidas mayormente a pie por los llamados “postillones”, hasta Arancay.
En cierta ocasión, acosado por el cansancio, la lluvia y la oscuridad, uno de estos caminantes decidió pasar la noche en una desértica puna, en el lugar denominado “Cuartelmachay”. No habiendo cueva próxima que le protegiera de las airadas gotas, depositó su valija en un extremo del recinto natural. Mas, anticipado por los comentarios que daban cuenta de la frecuencia de pishtacos y del toro bravo asesino; él decidió ocultarse en la parte alta de la cueva, que tenía la apariencia de un segundo piso (por aquellos tiempos, la familia Barrón de Pinra tenía en los pastos de Togana y Huascacocha, toros maduros de 15, 18 años o más con 500 kilos de peso aproximadamente, que morían muchos de ellos de viejos. Cuentan, que estos bravos animales tenían los cuernos llenos de “shata” (líquenes – musgos...) y algunos tenían la costumbre de vivir junto al camino en espera de pasajeros. Tornándose así las cosas toda una pesadilla para los viajeros. Algunas personas esperaban un día sobre las rocas hasta lograr escapar del bravo rumiante).
Una vez en su refugio, pidió que el Altísimo le guardara de todo peligro, y por precaución encomendó su alma a Dios. Bajo el abrigo de su ponchito y la compañía de su bastón, esperaba impaciente cualquier suceso, en la noche más larga y triste de su vida.
Habían transcurrido algunas horas, cuando de pronto el silencio de la noche fue perturbado por unos ruidos metálicos. Eran los pasos seguros de un mulo, cuyos herrajes arrancaban de la roca chispas de luz, ¡Traía sobre sus lomos al temible pishtaco! Lo vio detenerse frente a la cueva, se apeó y con la mirada atenta escudriñó todo su espacio, no halló a nadie, salvo un equipaje. Seguro de tener una víctima muy próxima, se ocupó por un momento a pensar dónde lo encontraría.
En circunstancias que el postillón iba a ser descubierto, apareció el valentón y sin darle tiempo de huir, dio un astazo, seguido de otros, hasta dejarlo muerto.
Aquella noche, los gritos de auxilio solamente fueron escuchados por zorros noctívagos y por nuestro observador, sin que pudieran hacer algo por defenderlo.
El toro cuidó a su víctima durante toda la noche, por momentos se alejaba unos cuantos metros, luego regresaba.
Cuando los rayos solares visitaban la cima de los cerros, dando alegría y abrigo a la fauna andina, el valiente herbívoro se alejó un poco para dar satisfacción a sus dientes; fueron instantes de los que aprovechó nuestro amigo -valija en la espalda- para huir del lugar con la prisa de un chasqui.
Cuentan, que por las continuas quejas y desapariciones, fueron al lugar soldados del ejército, dando muerte al toro bravo de varios disparos.
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