AYAGAGA
(Leyenda)
Cuentan que la primera Iglesia Católica en Marañón fue la que se ubicaba en Quirín, y su primer sacerdote Zegarra Osorio. Este curita era muy dedicado a las cosas de Dios, como recompensa el Altísimo le dio el poder para hacer muchos milagros, llegando su fama y el de la Iglesia a tierras muy lejanas.
Animados por esta gran reputación, los fervorosos cristianos acostumbraban a enterrar sus seres queridos en el caluroso valle de Quirín. Para este propósito superaban con gran sacrificio la distancia y la difícil topografía andina. Subían y descendían por caminos callosos, trazados al azar sobre el cuerpo de empinados cerros. Su caprichosa figura ofrecía: pedregales, pantanos, fangos, estrechos, fatigosas gradas para escalar; en las horas de su apacible carácter climático presentaba una deslumbrante vista panorámica, con la Cordillera Blanca y el Alpamayo en las pupilas.
Los devotos se trasladaban durante varios días de Huacrachuco y sus diversos anexos, con el difunto en hombros, para ayudar a las almas pecadoras a hallar el favor de Dios.
En una ocasión, la muerte visitó a un acaudalado hombre de vienes y privilegios. Familiares, amigos y siervos, en gran llanto y pesar, amortajaron al fallecido huacrachuquino. En una decorosa quirma condujeron al féretro rumbo a Quirín. La viuda, inundando el camino de lágrimas, seguía al séquito cabalgando un hermoso potro, sólo detenía su llanto para pronunciar con voz entrecortada el nombre de su fallecido esposo.
Tras sortear fatigosa cuesta, el cansancio y el hambre mermaron las fuerzas de los cargadores, plañideras y acompañantes.
Al coronar el cerro, cercano a sus ojos se encontraba la misteriosa laguna de Ushraj, sus aguas vestían un atuendo azulado y cristalino.
Un raro presentimiento inquietaba al numeroso grupo de acompañantes, el ambiente se tornaba tétrico y un fuerte olor a féretro inundaba el aire, hasta antes apacible.
Pasaron junto a ella, casi pisando sus aguas, con un respeto y temor fácilmente visibles en las facciones de las almas dolidas.
Muy a pesar de ello, la costumbre los obligó a almorzar en el sitio frecuentado, o tal vez la mala hora les tenía preparada una desagradable sorpresa.
Prudencialmente se alejaron del féretro, una roca los apartaba; el amor y el celo obligaron a la viuda a quedarse junto a la quirma. Doblaron el ichu para sentarse, algunos lo hicieron en ponchos y mantas. Con una prisa temblorosa, desataron los manteles para saborear la cancha, el rucucho y su complemento ideal: el charqui.
En un clima de meditación y escasas palabras, transcurrió un buen momento de ruidosos sonidos producidos por la cancha, bajo las presiones de poderosas mandíbulas.
De pronto alguien se ofreció a echar un vistazo al difunto; empuñando un poco de cancha, con la agilidad de una vizcacha pasó la roca.
Un cambio repentino del clima se hizo notorio, comenzó a caer la lluvia acompañada de estremecedores truenos y vientos silbadores; a pocos pasos, la laguna cambiaba su color: de cristalinas, se tornaron en aguas barrosas; de claras, en oscuras aguas que hicieron del hábitat andino más atemorizante.
Al individuo, ¡por un poco se le cae el alma al suelo!, lleno de sorpresa exclamó: ¡auu, shamuyay! ¡Cantacu ayaa!
Confundida, la gente acudió de inmediato para ver al muerto, grande fue la sorpresa: ¡Difunto y viuda no estaban!
Iniciada la afanosa búsqueda durante varias horas, no encontraron rastro ni señal.
Sólo después de mucha fatiga, hallaron al muerto y a su amada esposa estampados en una peña. ¡Ahí estaba la mamacha!, dando muestras de fidelidad ¡No había otro medio en la vida para estar juntos en esta tierra, desafiando el paso de la eternidad!
Desde aquella vez, hasta la actualidad, el lugar es conocido como “Ayagaga”.
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